Carrilero
27 de Octubre de 2025Por Santos Urías
Conocí a Luis hace unos años. Pasaba por el despacho, a ver si le dábamos algo, con un fuerte olor a alcohol y no era de colonia. Le hablé cara a cara diciéndole que si de verdad quería ayuda a lo mejor podíamos buscar algo. Lo que suele ser una conversación estéril se convirtió en una amistad que todavía dura. Su historia personal difícil de contar, pero aún más difícil de creer: heridas abiertas, sueños rotos, cuentos sin beso ni flor. Luis ha caminado por centros terapéuticos recorriendo toda la geografía española. Conocido y querido hasta que la calle le hacía retornar a la realidad y la rabia le volvía a hacer caer como un jarrón que se balancea hasta estrellarse contra el suelo en mil pedazos. Las entradas en prisión fueron más duras, la cárcel te enseña a defenderte, pero también te convierte en rehén del miedo y de la apariencia. Sus llamadas intermitentes como un faro que lanza su rayo de luz y se esconde en un parpadeo ciego y despiadado. Mi amiga Jacinta le llamaba el «carrilero», no por «correr la banda», que es su significado más corriente, sino por su capacidad de embaucar, de arrastrar.
Cuando las heridas no se curan suelen provocar infecciones y malestar y el dolor se hace compañero de camino como en un eterno vía crucis. Luis me llamó esta semana. En su fogonazo de luz se notaba cansancio y hastío:
—Sabes —me decía—, eres mi familia, mi única familia.
Luis, mi amigo, el carrilero; el que aparece y desaparece como el caudal de un río; el fogonazo que deslumbra, la oscuridad perenne; la voz temblorosa, mi hermano del alma que me ayuda a rezar el padrenuestro.
 
    