Domingo de la Santísima Trinidad: Tres Personas, un solo Amor
Pilar Algarate 15 de Junio de 2025Fiesta de la vida íntima de Dios, que nos recuerda el misterio del único Dios en tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Hoy celebramos el Domingo de la Santísima Trinidad, una fiesta que nos invita no tanto a comprender, sino a contemplar y vivir el misterio de Dios. No es una fórmula abstracta ni un concepto reservado a teólogos, sino la revelación de un Dios que es comunidad de amor, que se da y se recibe, que se comunica y se entrega.
El evangelio según san Juan (16,12-15) nos recuerda que Jesús, en su despedida, promete que el Espíritu Santo nos guiará hacia la verdad completa. Este Espíritu no habla por su cuenta, sino que toma de lo que es del Hijo, y este a su vez ha recibido todo del Padre. Esta danza de relaciones revela algo esencial: Dios no es soledad, sino familia; no es poder encerrado en sí mismo, sino amor compartido, comunión eterna que se desborda hacia nosotras y nosotros.
Como decía el papa Francisco, la Trinidad no es fruto de especulaciones humanas, sino el rostro de Dios que se ha revelado caminando con el pueblo. No es un misterio que aleja, sino una presencia que se acerca, que se hace historia, cuerpo, cruz y vida nueva. Jesús ha mostrado al Padre, y ha prometido un Espíritu que enciende el corazón, ilumina la conciencia, y nos empuja a vivir desde el amor que Él mismo es.
En palabras de san Juan Pablo II, la cruz es la clave del misterio trinitario, porque en ella se expresa hasta el extremo el amor del Hijo, que entrega su vida al Padre por la humanidad, y el don del Espíritu, que habita ahora en nuestras vidas. Cuando hacemos la señal de la cruz invocando al Padre, al Hijo y al Espíritu, recordamos que este Dios trino nos ha creado, redimido y santificado. Es decir: nos ha amado desde siempre, y nos ha introducido en su misma vida.
Por eso, no estamos ante un enigma que hay que descifrar, sino ante un misterio que nos abraza y nos transforma. Decía una oración: “Está muy claro, Jesús, que la razón tiene un límite… y es ahí donde empieza a operar la fe”. Porque en lo más profundo, la Trinidad no se entiende, se cree; no se domina, se acoge; no se explica, se vive.
Y vivir la Trinidad es aprender a amar como Ella: a ser don, a salir de uno mismo, a dejarse guiar por el Espíritu, a vivir en comunión. En un mundo fragmentado, violento y marcado por la desigualdad, la Trinidad es un modelo y una llamada: a ser comunidad, a acoger la diversidad, a buscar el bien común desde la diferencia reconciliada.
Hoy, al contemplar el misterio del Dios Uno y Trino, no le pedimos comprenderlo, sino dejarnos transformar por Él, entrar en su movimiento de amor, y ser reflejo de su comunión en nuestras familias, comunidades, y en toda la sociedad.
Que podamos vivir, como dice san Pablo, con el amor del Padre, la gracia de Cristo y la comunión del Espíritu Santo (cf. 2 Co 13,13).
de la tendencia a racionalizar todo,
someterme al imperio de la razón y dejar un espacio mínimo
y hasta ridículo para la fe.
No es que fe y razón sean enemigos irreconciliables.
Cada una tiene su campo específico.
Ambas están para complementar y enriquecer,
no para restar y pelearse.
¡Pobre de mí si llegara a convertirme en campo de batalla
entre la razón y la fe!
Eso ha ocurrido, por desgracia, a través de los tiempos.
Y todo, por querer invadirse y entremezclarse
como si cada una no tuviera
suficiente entidad para saber defenderse sola.
Yo quiero, Jesús, que me ayudes a deslindar los campos,
valorar y utilizar la razón para construir y ordenar,
edificar, reflexionar, argumentar y explicar…
En definitiva: razonar.
Y cuanto más mejor, pues si tú me has creado “razonable”
es para poder llegar al fondo de las cosas
y sacarles todo el jugo posible.
Ayúdame, por otro lado, a valorar mi fe,
saberla defender y promover,
a convertirla en motor de mi vida, buscar siempre
la mejor forma de cultivarla y hacerla florecer.
Que mi fe no me convierta en parásito
rehuyendo el compromiso con la vida y la sociedad.
Que mi fe no sea para “ocultarla” como algo vergonzante,
sino para “ponerla encima de la mesa y alumbre así a los de casa”.
Está muy claro, Jesús, que la razón tiene un límite.
Mi capacidad de raciocinio tiene techo
y es una quimera querer abarcarlo todo, entenderlo todo.
Hay realidades que se “escapan” y no pertenecen al dominio
de los razonamientos y explicaciones racionales.
Es ahí donde empieza a operar la fe;
es ahí donde uno tiene que “bajarse del caballo”
y dejar las riendas al Espíritu;
es ahí donde el ser humano debe dejarse inundar
de las luces de lo alto y exclamar como Tomás:
“¡Señor mío y Dios mío!”
Hoy, fiesta de la Santísima Trinidad,
–tu encuentro con el Padre y el Espíritu–
es cuando yo “apago” mis luces y me dejo desbordar de la tuya,
luz que disipa las tinieblas y alumbra los rincones del alma…
Ante el misterio sólo caben dos opciones: aceptarlo o rechazarlo,
nunca entenderlo.
Y tú eres misterio, el inabarcable, el tres veces Santo.
Me basta saber que eres misterio de Amor.
No quiero perderme, pues, en cábalas inútiles
blandiendo mis “porqués” al aire,
sino encontrarme con la verdad de un Dios
que me envuelve en su infinitud.
Gracias, Jesús, por hacerme “ver” estas cosas.
Y gracias por enviarme tu Espíritu
que me “introducirá a la verdad total” (Jn. 16,13).
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Analizando mi vida me doy cuenta, Jesús,
de la tendencia a racionalizar todo,
someterme al imperio de la razón y dejar un espacio mínimo
y hasta ridículo para la fe.
No es que fe y razón sean enemigos irreconciliables.
Cada una tiene su campo específico.
Ambas están para complementar y enriquecer,
no para restar y pelearse.
¡Pobre de mí si llegara a convertirme en campo de batalla
entre la razón y la fe!
Eso ha ocurrido, por desgracia, a través de los tiempos.
Y todo, por querer invadirse y entremezclarse
como si cada una no tuviera
suficiente entidad para saber defenderse sola.
Yo quiero, Jesús, que me ayudes a deslindar los campos,
valorar y utilizar la razón para construir y ordenar,
edificar, reflexionar, argumentar y explicar…
En definitiva: razonar.
Y cuanto más mejor, pues si tú me has creado “razonable”
es para poder llegar al fondo de las cosas
y sacarles todo el jugo posible.
Ayúdame, por otro lado, a valorar mi fe,
saberla defender y promover,
a convertirla en motor de mi vida, buscar siempre
la mejor forma de cultivarla y hacerla florecer.
Que mi fe no me convierta en parásito
rehuyendo el compromiso con la vida y la sociedad.
Que mi fe no sea para “ocultarla” como algo vergonzante,
sino para “ponerla encima de la mesa y alumbre así a los de casa”.
Está muy claro, Jesús, que la razón tiene un límite.
Mi capacidad de raciocinio tiene techo
y es una quimera querer abarcarlo todo, entenderlo todo.
Hay realidades que se “escapan” y no pertenecen al dominio
de los razonamientos y explicaciones racionales.
Es ahí donde empieza a operar la fe;
es ahí donde uno tiene que “bajarse del caballo”
y dejar las riendas al Espíritu;
es ahí donde el ser humano debe dejarse inundar
de las luces de lo alto y exclamar como Tomás:
“¡Señor mío y Dios mío!”
Hoy, fiesta de la Santísima Trinidad,
–tu encuentro con el Padre y el Espíritu–
es cuando yo “apago” mis luces y me dejo desbordar de la tuya,
luz que disipa las tinieblas y alumbra los rincones del alma…
Ante el misterio sólo caben dos opciones: aceptarlo o rechazarlo,
nunca entenderlo.
Y tú eres misterio, el inabarcable, el tres veces Santo.
Me basta saber que eres misterio de Amor.
No quiero perderme, pues, en cábalas inútiles
blandiendo mis “porqués” al aire,
sino encontrarme con la verdad de un Dios
que me envuelve en su infinitud.
Gracias, Jesús, por hacerme “ver” estas cosas.
Y gracias por enviarme tu Espíritu
que me “introducirá a la verdad total” (Jn. 16,13).
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