«Votemos»

27 de Octubre de 2025

CRÍTICA DE LA PELÍCULA «VOTEMOS»

Por Juan José Gómez-Escalonilla Arellano

EL CASTIGO DE ZEUS a la humanidad por robar el ‘fuego de los dioses’ es crear a Pandora y a su caja y su curiosidad. Alrededor de la caja todo va bien, incluso los hombres y mujeres se miran unos a otros complacidos de civismo, tolerancia, cultura democrática e, incluso, de vida religiosa hasta que… alguien piensa: «¿Qué hay en la caja?».

La película, con una apuesta modesta pero intensa, como una escena teatral, se desarrolla en un piso, de esos antiguos, a los que habría que darles un repaso para hacerlo más habitable. Allí comienza la junta de vecinos: buenas tardes, querida, inclinaciones de cabeza, complacientes, ironías cómplices, comentarios sobre el estado de la vivienda, diferentes generaciones, ¡qué majos somos!

Porque todos somos personas encantadoras hasta que alguien decide abrir la caja y desata la madre de todas las batallas: etiquetas, prejuicios, miedos atávicos, comentarios rastreros, insultos y desprecios. De repente, el marco constitucional, educativo, moral y religioso desaparece para emerger lo más primitivo del ser humano.

Uno de los vecinos, que tiene la intención de alquilar el piso porque lo necesita, informa que el futuro inquilino y compañero de trabajo tiene antecedentes de salud mental.

SE ABRE LA CAJA: ¡QUE COMIENCEN LOS JUEGOS!

Podríamos decir que a partir de ese momento la trama de la película se establece en diferentes niveles. El primer nivel es la discusión sobre los trastornos mentales: ¿son peligrosos?, ¿se puede convivir con una persona así? Preguntas que comienzan de manera contenida y que terminan siendo feroces. Al final, hablar sobre salud mental se convierte en una manera de exponer la intolerancia que se esconde en el salón de vecinos, en la escalera, en la puerta de al lado. Muchos de nosotros hemos sido testigos de esta actitud: la solidaridad y la tolerancia son más fáciles mientras no se encuentren demasiado cerca de nuestras propias viviendas y vidas.

Pero hay un segundo nivel, sucio, escondido, que aparece cuando en el nivel anterior la fachada se resquebraja, las máscaras que nos cubren a todos van cayendo y el rostro que aparece es desfigurado y grotesco. Lo que empieza con la decisión de si arreglar el ascensor o si admitir a una persona que tiene algún problema de salud mental se convierte en una radiografía moral de cada uno de los personajes y ya sabemos que, a ese nivel, no hay nada oculto que no llegue a saberse.

A partir de ese momento, con la caja abierta, a pecho descubierto, el piso de aspecto señorial, de un abolengo ya perdido, se convierte en una jaula de animales en la que los personajes rugen, dan vueltas en círculos, muestran los dientes, marcan territorio y sonríen como si, irónicamente, se encontraran con un trastorno de la personalidad.

La película funciona como una suerte de catarsis, con un espejo que se pone delante de nuestros ojos ante el que no se puede esquivar la mirada, como la viga del ojo propio. Destapa los miedos y los prejuicios que tenemos las personas con respecto a la salud mental y revela la fragilidad que somos.

Andrés Calamaro actualizaba aquella expresión del poeta romano Juvenal, pan y circo (en latín panem et circenses), y la interpretaba en una canción llamada: Clonazepam y circo. Una ciudadanía entretenida y sedada es más manejable, sostiene ambas ideas. España está a la cabeza, del MUNDO, en consumo de benzodiacepinas.

Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

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