«… y una luz les brilló» (Isaías 9,2)
21 de Diciembre de 2022Por José Luis Segovia, Vicario episcopal
Los profetas no son adivinos del futuro, sino grandes visionarios que invitan al conocimiento de Dios y a la conversión. Uno de los mayores fue Isaías, el profeta soñador, un noble cortesano de Jerusalén llamado al ministerio profético en su juventud. Es el profeta de la esperanza y de la utopía. Confía en que Dios puede hacer posible lo imposible: que la espada se torne en pacífica podadera, que el león y el ternero pasten juntos, que florezca la justicia y que la paz abunde eternamente… No apuesta por el cálculo y el equilibrio de poderes ni por las alianzas estratégicas. No quiere comprometer la libertad de su pueblo con vasallajes extraños. Solo pide el retorno a la alianza y al amor de Dios, porque solo Él puede traer la luz a un mundo oscurecido y en tinieblas. En este contexto, solo la esperanza de una comunidad alternativa, con valores contraculturales, un «resto», unos «pocos» significativos, podía ser luz en medio de un marco tan plano y gris.
Para cultivar la esperanza hay que dejar que brille la luz. Y ser luz. Solo el Amor lo ilumina todo. Solo en el Señor espera el pueblo la liberación. En medio de la polarización, la guerra, la hambruna, la desigualdad, la corrupción y la opresión, el profeta aguarda un cambio de signo histórico que pide al unísono la conversión personal del corazón y un gobierno que salvaguarde «una paz sin límites», «el derecho y la justicia».
Como barruntaban los profetas, en Navidad ha irrumpido la Luz. Nos ha visitado el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1, 78-79). Solo el amor lo ilumina todo. Porque el amor, la ternura, el cariño, el mimo, el cuidado son destellos de luz que alumbran todas las oscuridades, eco último de la bondad de Dios y de su amor infinito a la humanidad. «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5) prefigura el misterio de la encarnación, la aparición de la bondad de Dios y su amor a la humanidad. Solo Cristo cumple plenamente el oráculo mesiánico pronunciado por Isaías en presencia del rey Ajaz como signo de la providencia divina.
Frente al «apagón» de un mundo herido por la ausencia de vínculos sociales duraderos (trabajo precario, falta de un hogar digno que posibilite echar raíces en el territorio, 60 % de las personas sin nadie a quien pedir un favor, etc.), la luz de Dios anuncia «la gran vinculación»: la religación del ser humano con Dios. Se trata de un lazo amoroso, de una luz inextinguible, que acompaña, sostiene, da seguridad, sana y libera. Demanda su prolongación en forma de malla tupida de vínculos personales y sociales fraternos. El «servicio de la caridad» es uno de ellos, auténtica epifanía del amor de Dios y parábola de fraternidad para un mundo herido. «Servir a los pobres es un acto de evangelización, signo de autenticidad evangélica y estímulo de conversión permanente» (Vita Consacrata 82).
Nuestra más firme esperanza es que «El Señor no olvida el grito de los pobres» (Sal 9,13). Este descubrimiento provoca admiración y alegría. Este tesoro, al alcance de las personas más sencillas, es real, muy real, pero está escondido. Solo una mirada tocada por la gracia descubre que toda la realidad está habitada por un Amor que, desde los últimos, lo ilumina todo. Quizá solo quien se atreva a quedarse parado y asombrado ante el pesebre sea capaz de descubrirlo.