Una tarde volando por Madrid

Cáritas Madrid 26 de Mayo de 2017

El proyecto de menores del arciprestazgo de San Rafael de Cáritas Vicaría VIII de excursión al teleférico

El proyecto de menores del arciprestazgo de San Rafael de Cáritas Vicaría VIII de excursión al teleférico.

 

Cáritas Madrid. 26 de mayo de 2017.-Se despiden con un beso de sus padres como es habitual, pero el revuelo y la agitación en torno a los profesores no es el de un día normal en el proyecto de menores del arciprestazgo de San Rafael de Cáritas Vicaría VIII. Hoy toca excursión al teleférico de Madrid y hasta se han puesto más guapos y guapas para ello. Sin el peso de los libros cargando las espaldas, cogemos un autobús que nos deja a un paseo  de la estación. Por el camino, se revuelven inquietos sobre los asientos y no cesan las preguntas. Observan el paisaje y mientras caminamos se agarran de las manos de algún voluntario, se sueltan y se agarran de las de otro.


Llegamos al teleférico y nos dividimos para meternos en dos cabinas. Arranca el primer grupo y nos saludan nerviosos desde la ventanilla. Nos miran con cara de susto, pero arden en ganas de que comience ya el viaje. Les despedimos con la mano y nos subimos en la cabina de detrás, con prisa por alcanzar a los que ya se han alzado en el aire. Aun ni ha arrancado y ya se agarran de la barra y gritan. Y Mariajo y yo les mandamos bajar la voz entre risas.


El Palacio Real, el templo de Debod, la Catedral de la Almudena, el río Manzanares… Madrid parece pequeña bajo nuestros pies. Los edificios se asoman más cercanos entre ellos y aunque vamos desvelando sus nombres y detalles, abruma la dificultad de abarcar todo lo que esconden sus calles. Las paredes de la cabina nos aíslan del ruido y la ciudad parece inmóvil, como posando para una postal. Madrid pide silencio, coqueta, para dejarse apreciar bien.


Tras unos minutos que transcurren fugaces, llegamos al final del trayecto: la Casa de Campo. Mientras los chicos y chicas se cuentan cual de ellos tenía menos miedo ahí arriba, subimos al restaurante a merendar para recargar fuerzas. Pedimos perritos calientes y patatas fritas y una simpática camarera nos acaba regalando unos batidos.  Cuando acabamos, bajamos corriendo al parque que hay delante del restaurante. Allí trepan por las cuerdas, se columpian, escalan los toboganes por los que se acaban de deslizar. La idea nos seduce hasta a los propios voluntarios, que acabamos girando en columpios que no deben tener ni nombre y escalando plataformas que en otros tiempos nos conocieron más ágiles. Los niños saltan y corren, y basta con que uno le toque la espalda al otro para que se enzarcen en un improvisado pilla -pilla.


Cuando ya tenemos los zapatos lo suficientemente llenos de arena, decidimos encaminarnos de nuevo al teleférico. El camino de vuelta es más cansado, se apoyan unos sobre otros en el autobús y hacen amago de dormirse hasta que el de al lado estalla en carcajadas y se enredan de nuevo a jugar.


Terminamos donde partimos, en la Parroquia, con la sensación de qué bien sentaría una ducha y que los miércoles, así, parecen menos miércoles.

 

 

 

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