Un cuento de Navidad... de lo que es estar cerca

9 de Diciembre de 2024

Este es el cuento de Navidad que nos recomienda Alejandro Illescas con el que reflexionar sobre la Navidad, que es un tiempo para estar cerca, especialmente cerca de Dios y, por tanto, cerca de los necesitados. Pues como escribió san Juan: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, pero no ama a su hermano, es un embustero; porque quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Éste es la instrucción que recibimos de Jesús, si queremos amar a Dios amemos también al hermano”. (1 Juan 4,20-21)
   

Aprovechemos esta Navidad para acercarnos a aquellos portales donde el Dios invisible se hace visible y nos pide amor.

El evangelio del día de Navidad de este año nos dice: “Jesús vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a cuantos sí lo recibieron (a los que se dan tiempo para comprender y vivir su mensaje de amor) les dio poder para ser hijos de Dios” y, como él, transformar el mundo, sobre todo el de los más pobres.

Algunos años nos pasa en Navidad que nos perdemos en los preparativos, en los adornos, en los regalos, en las comidas, etc., y no encontramos tiempo para lo realmente importante. Queremos recibir a Jesús y estar cerca de él, pero olvidamos el verdadero camino que él nos indicó, que es ayudar a los necesitados: «Os lo aseguro: cuanto hicisteis con uno de esos hermanos míos tan insignificantes, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40)

 

Era sólo un pequeño sobre blanco, enredado entre las ramas de nuestro árbol de Navidad. Ningún nombre, ninguna identificación, ninguna señal. 

Todo comenzó porque mi marido, Luis, odiaba las Navidades, bueno, no el verdadero sentido de la Navidad, pero sí los aspectos comerciales y el gasto en exceso, las carreras frenéticas de último momento para conseguir una corbata para el tío Carlos o un regalo para la abuela, dando los regalos más fáciles porque no puedes pensar en otra cosa mejor. 
 

Sabiendo que él se sentía así, un año decidí evitar las típicas camisetas, jerseys, corbatas y todo lo demás y me puse a buscar algo que realmente pudiera ser especial para Luis. 

La inspiración me vino un día que no lo esperaba. Nuestro hijo Miguel, que tenía entonces 12 años, jugaba fútbol en la categoría junior de la escuela a la que pertenecía y, poco antes de Navidad, jugaba un partido amistoso contra un equipo patrocinado por una iglesia del centro de la ciudad. Aquellos niños llegaron vestidos con uniformes andrajosos que contrastaban con nuestros chicos con sus bonitas equipaciones. Cuando el partido comenzó, yo estaba asombrada al ver que los otros jugaban sin espinilleras: era sin duda un lujo que los pobres niños no se podían permitir. 

A mitad del partido, la cantidad de goles que les iban metiendo era escandalosa. Luis, sentado junto a mí, movía su cabeza apesadumbrado: “Desearía que al menos pudieran meter un gol”.

Luis quería a los niños, a todos los niños, y los entendía pues había dirigido la liga infantil de fútbol y de baloncesto. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea para su regalo. 

Al día siguiente, fui a una tienda de deportes de la ciudad y compré un surtido de uniformes, con espinilleras incluidas, y lo envié de forma anónima a la iglesia del centro de la ciudad. En vísperas de Navidad, puse un sobre en el árbol y, dentro, una nota explicando a Luis lo que yo había hecho, y que ese era mi regalo para él. Su sonrisa fue lo más luminoso de las Navidades de ese año y de los siguientes años; pues cada Navidad, continué con la tradición. Un año envié uniformes a un equipo de baloncesto de jóvenes con discapacidad psíquica. Otro año un cheque a una pareja de ancianos cuya casa había ardido entera la semana anterior a Navidad; y así cada año. 

El sobre se convirtió en la parte más significativa de nuestras Navidades. Siempre era la última cosa que se abría en la mañana de Navidad y nuestros hijos, sin hacer tanto caso a sus nuevos juguetes, podían permanecer con los ojos abiertos de par en par, esperando a que su padre cogiera el sobre del árbol y leyera su contenido. Para todos era el verdadero regalo de Navidad.

Cuando los chicos crecieron los juguetes dieron paso a otros regalos más prácticos, pero el sobre nunca perdió su encanto. 

La historia no termina ahí… Perdimos a Luis el año pasado debido a un cáncer terrible y cuando llegaron las Navidades, yo me encontraba aún envuelta en un sentimiento de tristeza tal que no quería ni poner el árbol. Pero en la víspera de Navidad encontré el árbol puesto y un sobre en él, y por la mañana, había tres sobres más. Cada uno de nuestros hijos, sin que lo supiesen los otros, había preparado un sobre para su padre. 

La tradición se mantuvo, y, estoy segura que se extenderá más allá. Imagino a nuestros nietos, permaneciendo alrededor del árbol con los ojos como platos, mirando como sus padres cogen y leen los sobres del regalo del abuelo. El espíritu de Luis, como el espíritu de la Navidad, permanecerá siempre con nosotros pues Jesús, que es la razón de esta época, se hará presente este año y para siempre.
 

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