El fantasma del Casino

18 de Noviembre de 2022

Por Elia Barceló

Querida Elena,

Me imagino que te sorprenderá recibir carta mía después de que en Nochebuena te dije que no tenía nada que aportar a tu proyecto, pero ya ves, las cosas pueden cambiar en unos meses.

Cuando tu madre me contó tu idea me pareció estupenda: recopilar historias de amor auténticas, narradas por las personas que las vivieron. Pero cuando tú, en los días de Navidad, me contaste algunas de las que habías conseguido recoger, tuve claro que mi propia, pequeña historia no tenía nada que hacer entre esas otras, tan románticas, o curiosas, o graciosas; tan especiales, en cualquier caso.

Porque, como ya te dije, ¿qué te iba a contar yo? Mi noviazgo no tuvo nada de original, como bien sabes. Nos conocimos en Madrid, en la universidad; nos gustamos, empezamos a salir juntos y luego, poco a poco, nos fuimos acostumbrando a compartirlo todo, empezando por un piso diminuto, pasando por nuestras dos hijas, y terminando por nuestros tres nietos, aunque el infarto que se llevó a mi pobre Carlos no lo dejó ya conocer al más joven de la familia.

Yo me acostumbré a vivir en Santander y él se acostumbró a pasar todas las Navidades en Elda, y los Moros y las Fiestas Mayores siempre que podíamos. Nuestro matrimonio fue sólido y feliz, con sus altibajos, como todos, pero siempre fuimos lo que se llama una buena pareja. O sea, nada que pueda entrar en ese libro tuyo de historias de amor reales pero tan curiosas que parecen sacadas de una novela. Tus historias son de champán y caviar, mientras que la mía fue siempre de pan y tomate, aunque eso sí, con su botella de tinto y su buen jamón también de vez en cuando.

Pero hay algo más en mi vida que nunca le he contado a nadie. Algo que no se ha convertido en una historia de la que valiera la pena hablar hasta hace un par de meses y que, ahora, después de pensármelo un poco, he decidido poner por escrito, por si te hace papel para tu libro. (Queda gracioso eso de “hacer papel para tu libro”, ¿verdad?, pero no tengo tiempo ahora para cambiar la frase y ver de decirlo de un modo más elegante).

Tengo que remontarme a finales de los años sesenta porque es ahí donde, sin que yo lo supiera entonces, empieza la historia que te voy a contar.

¿Has oído nombrar alguna vez al fantasma del Casino?

Mi primer encuentro con él, o más bien con ella, fue en 1969 y entonces no le di ninguna importancia. Eran las Fiestas Mayores, las famosas fiestas de septiembre de las que tanto había oído yo hablar a mis primas de Elda cuando venían a veranear a Jarandilla y, por primera vez, mis padres habían decidido ir a pasarlas a la ciudad, a disfrutar unos días de la familia, de las procesiones y de los bailes.

No te puedes hacer una idea de lo que significaba para mí, a mis quince años, estrenar aquel vestido rosa palo, de falda plisada –plissé soleil, se llamaba– y que me dejaran ir con mi hermana, mis primas y las amigas a la verbena del Casino, que se celebraba al aire libre, en los jardines adornados con guirnaldas de luces de colores, con conjunto y vocalista de categoría, y a la que acudían chicos y chicas que para mí eran desconocidos y yo me imaginaba infinitamente superiores a todos los palurdos de mi pueblo que ya tenía tan vistos.

Me acuerdo como si fuera ahora del codazo que me dio mi prima Salu cuando, nada más llegar, vimos bajar las escaleras a un muchacho que parecía un actor de cine americano: alto, delgado, de pelo castaño claro y una sonrisa que parecía iluminar el vestíbulo.

–Ese es Javier Alcañiz –me susurró Salu.

–Es guapísimo –dije yo–, pero demasiado mayor. Tiene lo menos veinticinco años.

–Tú espera a ver a su hermano Álvaro; ese es igual de guapo, pero de nuestra edad. Son de Madrid y vienen por las fiestas a ver a sus abuelos. Si me saca a bailar, me desmayo –dijo con un suspiro y poniendo los ojos en blanco–. Llevo un año pidiéndoselo al fantasma, pero nada; ni en Navidad, ni en Moros, y me figuro que hoy tampoco.

–¿Qué es eso del fantasma? –le pregunté, mientras íbamos hacia el bar a comprar un refresco antes de ponernos a buscar un banco libre por el jardín. Las otras chicas iban delante entre risas y grititos y no se habían enterado de nada; yo creo que ni siquiera habían visto a Javier.

–Me lo contó mi abuela, vete tú a saber si será verdad o si se lo habrá inventado ella por su cuenta, ya sabes tú cómo es de fantasiosa. Me contó que hace años, antes de la guerra, el hijo de uno de los fabricantes más ricos de entonces se enamoró de una francesa y ella vino con sus padres para casarse aquí. Dicen que era una chica muy guapa y muy moderna para la época, que llevaba vestidos de manga corta y se dejaba abrazar por su novio en público. El caso es que hicieron aquí, en el Casino, su fiesta de pedida poco antes de Navidad y, cuando los novios estaban en el centro del salón dispuestos a brindar con champán por su felicidad eterna, de repente se soltó la lámpara que estaba justo encima de ellos y los mató a los dos.

–¡Qué barbaridad! –dije yo, notando que se me ponía la carne de gallina. Salu me miró muy seria, bajó la voz y se me acercó al oído.

–Desde entonces, dicen que la francesa se aparece cuando hay fiesta y no podrá descansar hasta que consiga que una pareja se enamore para siempre y se case. ¡Mira, mira! –dijo Salu, toda agitada, cambiando de tema de inmediato y poniendo cara de boba–. Ahí está Álvaro.

Era tan guapo como su hermano, pero mucho más joven, sobre los dieciséis; iba vestido como si lo hubieran recortado de una revista de cine y tenía esa gracia fácil de los señoritos de ciudad. Sin casi confesármelo a mí misma, yo también empecé a encomendarme al fantasma del Casino para que me sacara a bailar y, por un momento llegué a pensar que funcionaría. Estábamos las cuatro o cinco amigas de pie al borde de la pista de baile cuando de repente lo vimos acercarse a nosotras con una sonrisa. Yo estaba segura de que me miraba a mí y ya me había echado a temblar porque, según mi madre, la primera vez que un muchacho te lo pedía había que decir que no, para ver si tenía interés de verdad y seguía insistiendo, pero yo no quería decirle que no a Álvaro. Yo quería que me eligiera entre todas las demás y que me sacara a la pista y no volviera a tener ojos para nadie.

Cuando llegó a mi altura, pensé que me iba a marear, pero inspiré hondo y seguí sonriendo para darle a entender que sí quería. Y entonces mi hermana me agarró del brazo y me apartó de malos modos mientras Álvaro cruzaba por en medio de nuestro grupo y le pedía el baile a una chica rubia que estaba con una amiga detrás de nosotras.

–Pero ¿tú eres tonta o qué? –me susurró mi hermana, furiosa–. Qué forma de ponerte y de ponernos a todas en ridículo, ahí plantada, como si Alcañiz te fuera a elegir precisamente a ti. Has quedado como la paleta de pueblo que todos piensan que somos.

Abriéndome paso entre los grupos de gente que se movía al ritmo de la música vestidos con sus mejores galas bajo las bombillas de colores, conseguí llegar al vestíbulo con los ojos llenos de lágrimas y una opresión en el pecho. Habría querido morirme.

Subí las escaleras pensando en esconderme en alguna de las salas de arriba, pero en ese momento Javier Alcañiz bajaba otra vez y, para no tener que cruzarme con él, me senté en un peldaño junto al gran espejo haciendo como que tenía que abrocharme la hebilla de la sandalia. Pero algo debió de notar porque, al llegar a mi altura, se detuvo y preguntó:

–¿Te pasa algo?

Yo negué con la cabeza, sin levantar los ojos, que aún estaban llenos de lágrimas de humillación.

–¿Cómo te llamas? –preguntó.

–Jara.

–¡Qué nombre más bonito! –a través del espejo nuestras miradas se cruzaron unos instantes y vi que me sonreía como se sonríe a un cachorrito simpático–. Mira, Jara, cuando seas mayor, te sacaré a bailar, ¿vale?

Asentí con la cabeza para que no viera lo colorada que me había puesto y lo humillada que me sentía. Él sonrió y siguió su camino, tranquilo, silbando la melodía que tocaban en ese momento. Me había tratado como si yo fuera una mocosa ridícula, una cría tonta que llora porque no le han dado un caramelo. Quería gritarle que estaba a punto de cumplir los dieciséis, que mis padres me habían prometido que podría estudiar en Madrid la carrera que yo eligiera, que ya era mayor y no tenía ninguna necesidad de esperar a que don Javier Alcañiz se apiadara de mí y me concediera un baile para compensar la humillación que había sufrido por culpa de Álvaro, aunque él, claro, no podía saberlo.

Pero dos veces en una noche era demasiado, y las dos veces habían sido los hermanos Alcañiz. Decidí no tener tratos con ellos nunca más y, ya estaba poniéndome de pie, cuando en el espejo vi bajar a una señora joven vestida con un traje de noche negro y me apretujé contra el cristal para dejarla pasar sin tener que hablar con ella, pero de repente se paró donde estaba, se quedó mirándome en el reflejo y la oí murmurar con mucho acento francés, como si hablara con alguien que yo no podía ver: “Hago lo que puedo, hago lo que puedo, nagguices, peggo la cosa no es fácil.”

Entonces dio un paso hacia atrás y dejé de verla en el espejo. Cuando giré la cabeza hacia arriba ya no estaba y a mí me recorrió un escalofrío porque, aunque fuera absolutamente imposible, yo tenía la seguridad de haber visto al fantasma del Casino.

Habían pasado siete años, yo ya estaba terminando la carrera y debería haber estado estudiando para los exámenes finales, pero me apetecía tanto estar en Elda por Moros que me lo dejé todo por un fin de semana (incluyendo a mi novio que, mucho más responsable que yo, me dijo que no podía acompañarme) y me fui a pasar tres días locos, aprovechando que una de mis primas no se vestía y me prestaba el traje.

Otra vez estábamos en el Casino un grupo de amigas, ahora ya mayores, estudiantes, algo achispadas, vestidas de zíngaras con nuestras coronas de flores en la cabeza y nuestros cascabeles en las botas rojas, dispuestas a comernos el mundo.

En una mesa de la terraza, un poco alejados de la pista, un grupo de chicos y chicas vestidos de moros bebían cubalibres y se reían como si les hubieran dado cuerda. Entre ellos descubrí a Álvaro, a quien no había vuelto a ver, a pesar de que ahora los dos vivíamos en Madrid y, dispuesta a sacarme la espina, me acerqué fingiendo desenvoltura.

Estaba guapísimo, con su barba y sus ojos maquillados para el desfile, vestido con el traje de la comparsa nueva: las Huestes del Cadí.

–¡Hola, Álvaro! –le dije, con el fondo de las risas de mis amigas que se apoyaban unas en otras y soltaban la carcajada por cualquier estupidez.

Él me miró de arriba abajo, como si yo fuera una farola que de repente se hubiera puesto a hablar.

–¿Esta quién es? –preguntó a nadie en particular.

–Soy Jara. ¿Bailas?

Llevaba mucho tiempo deseando hacerlo, para demostrarle a él, a mis amigas del pueblo y a mí misma que me había convertido en una mujer emancipada, una mujer sin complejos que pide lo que quiere, como los hombres.

–¿Tú qué eres? –me preguntó con una sonrisilla despectiva, de conmiseración–. ¿Una de esas feministas marimachos? Si quieres bailar conmigo tendrás que ponerte en cola, chati. Las tengo así –y juntó los dedos de las dos manos.

–¡Joder con el señorito machista! ¡Anda y que te den! –le respondí, haciendo gala de toda la grosería que había aprendido en la universidad y que era la marca de las mujeres liberadas como yo.

Entramos al bar y, en una de las mesas, charlando con una pareja de su edad, estaba Javier con una chica muy fina, los dos vestidos de calle.

–Acaban de volver de viaje de novios –me dijo al oído mi prima Salu–. Dicen que han estado en Brasil. Como ella también es de familia rica...

Apenas les dediqué una mirada, furiosa como estaba por la respuesta de Álvaro. Cogimos unos vodka con naranja y estuvimos bailando en el jardín hasta que se marchó el conjunto y tuvimos que plantearnos qué hacer con el par de horas que nos quedaban hasta el desfile de la mañana.

Pensar en Álvaro me hacía hervir la sangre de pura rabia, pero no conseguía quitarme de la cabeza que, a pesar de mis éxitos, de mi novio santanderino, ya casi ingeniero, de estar a punto de terminar medicina y de haberme convertido en una mujer independiente, para aquel imbécil yo seguía siendo una pobre paleta muy por debajo de su nivel. Hubiera podido estrangularlo y, seguramente, por eso fui tan desagradable cuando me encontré con su hermano que, sin saber nada de lo que me andaba por dentro, salía del lavabo de caballeros cuando entraba yo al de señoras y nos tropezamos en la puerta.

–¡A ver si miras por dónde andas, animal! –le solté, un segundo antes de darme cuenta de que se trataba de Javier.

–Perdone –se disculpó de inmediato. Se quedó mirándome y me preguntó con una pequeña sonrisa– ¿Jara?

Me quedé de piedra. Era absolutamente imposible que se acordara de mi nombre, pero no había confusión posible. No es como si hubiera dicho “Carmen”, que hay tantas. Asentí con la cabeza sintiendo que volvía a ponerme colorada, como siete años atrás.

–Perdona. Es que llevan toda la noche dándome empujones –me disculpé como pude.

–No me lo creo –continuó, sin dejar de mirarme–. Tú no eres de las mujeres que se dejan empujar. Una lástima que se haya acabado la música –añadió–; si mal no recuerdo, la última vez te prometí que te sacaría a bailar cuando fueras mayor.

–Otra vez será –dije, retirándome hacia el lavabo para no volver a ponerme colorada delante de él.

Pero ya no pudo ser porque esa fue la última vez que vi a Javier Alcañiz.

Cuando me metí en la cabina del baño, vi por debajo de la puerta unos zapatos negros de fiesta, de tacón alto, que paseaban arriba y abajo pero no hacían el menor ruido. Y una voz femenina, de fuerte acento francés, que decía: “No hay manera, no lo consigo. Es que no me dais ocasión.”

Y decidí que nunca más me encomendaría al fantasma del Casino para que me ayudara a bailar con Álvaro. Para inútil, yo sola me bastaba.

 

Como ves, querida Elena, no habría valido la pena que te contara todo esto si no fuera porque hace tres meses, en Nochevieja, sucedió algo que lo cambió todo y convirtió estos dos encuentros con Álvaro en algo que puede, quizá, interesarte.

Dicen que no hay dos sin tres y yo siempre pensé que era una tontería; pero es que en mi caso pasaron tantos años que ya ni me acordaba de las dos primeras.

Después de aquella noche de Moros en el Casino, Carlos y yo terminamos la carrera y nos casamos en septiembre. Nos fuimos a vivir a Santander, empezamos a trabajar y tuvimos a nuestras dos hijas. Cuando volvíamos a Elda ya no íbamos al Casino porque las parejas con las que salíamos preferían ir a otros sitios y la verdad es que a mí tampoco me apetecía mucho ir allí. El ambiente había cambiado, los salones, cada vez más decrépitos, se habían llenado de vejestorios, ya no era moderno ir a un casino de pueblo cuando había tantas otras posibilidades.

Yo ya casi no pensaba en Álvaro, claro, pero de algún modo siempre que cruzaba por el jardín del Casino, ya tan venido a menos, tan desnudo, me venían a la cabeza las verbenas, la música y las luces de fiesta de mi adolescencia. Entonces sentía como un nudo en el estómago, al recordar, aunque fuera vagamente, la humillación de una muchachita de pueblo con su vestido rosa primero, y luego la segunda humillación de una estudiante moderna vestida de zíngara delante de un grupo de niños y niñas bien.

“Esto no es para mí”, pensaba entonces, y cruzaba rápido para no encontrarme con el fantasma de la francesa que seguiría pululando por los salones vestida de traje de noche esperando que algo le saliera bien para poder descansar por fin.

Pero este año, después de siglos sin ir a una fiesta del Casino, me dejé convencer por Salu y su marido para ir de nuevo al cotillón de Nochevieja con un grupo de amigos. Estaba todo recién restaurado, remodelado, más moderno, más funcional; sin embargo, a pesar de la elegante decoración del salón y de los trajes de noche y el árbol de Navidad gigante, sentía que faltaba algo, mi juventud, probablemente, mi marido, con toda seguridad. Luego pensé que tal vez fuera el fantasma lo que faltaba. Tal vez hubiera conseguido por fin unir a una pareja para siempre jamás y hubiera alcanzado la paz. Se lo deseaba de corazón, a pesar de que aún no había conseguido decidir si creía en su existencia.

Después de las doce uvas la orquesta comenzó a tocar el Danubio Azul y un torbellino de parejas se lanzó a la pista para dar la bienvenida al año nuevo mientras mis amigas y yo nos quedábamos sentadas esperando a que la música cambiara a algo que pudiera bailarse sin hombres.

De repente vi avanzar hacia nuestra mesa a alguien que me traía recuerdos imprecisos.

–Mira, Jara –me dijo Salu a media voz–. ¡Si es Álvaro Alcañiz! ¿Te acuerdas? ¡Lo que yo hubiera dado hace media vida por bailar con él!

Asentí con la cabeza mientras lo miraba acercarse vestido de smoking, con la calva brillando bajo las luces del salón y la barriga prominente tensando la impoluta camisa blanca.

–¡Qué viejo está! –se me escapó.

–Su hermano murió el mes pasado –me susurró Salu– y por eso han preferido pasar aquí la Navidad en vez de quedarse solos en Madrid.

De repente me dio como un golpe de tristeza y no pude evitar acordarme de Javier, tan guapo, tan elegante que, a su manera y desde la altura de su edad y sus circunstancias, siempre me había tratado con simpatía, a diferencia de su hermano Álvaro. Me daba mucha pena que hubiera muerto ya, que ya no pudiera cumplir su lejana promesa de sacarme a bailar cuando fuera mayor.

Álvaro llegó hasta nuestra mesa, nos deseó a todas feliz año nuevo y, con su mejor sonrisa, me tendió la mano.

–¿Te apetece bailar el vals? –me preguntó, como si nos conociéramos desde siempre.

Estuve a punto de decirle que no. Porque la verdad era que ahora ya no me apetecía ni bailar el vals ni bailarlo con él. Lo que a mí me hubiera apetecido habría sido bailar “Noches de blanco satén” a los quince años con un Álvaro de dieciséis; o “Samba pa ti” a los veintidós con un Álvaro de veintitrés. Estuve tentada de decirle que no y cobrarme la humillación –estúpida para cualquiera que no la hubiera sentido en carne propia– y poderlo dejar en ridículo como él había hecho dos veces conmigo.

Pero sonreí, acepté y salí a la pista con él, porque a la tercera va la vencida, porque así los bailes del Casino ya no tendrían ese regusto amargo y podría cerrar ese capítulo, sabiendo que por fin Álvaro se había decidido a sacarme a bailar.

Bailamos dos o tres piezas charlando, contándonos nuestras vidas como si de jóvenes hubiéramos sido amigos. Él no parecía recordar que, tiempo atrás, yo era una pobre paleta de pueblo y él un señorito de Madrid.

Al final de la cuarta pieza me disculpé para ir al baño y para darle ocasión de que se buscara otra pareja de baile porque la verdad es que empezaba a estar un poco harta de su cháchara y de su presunción; en eso no había cambiado nada: él seguía siendo un creído madrileño, pero yo ya no era una chiquilla de quince años deslumbrada por su estilo.

Al pasar por el vestíbulo, un hombre de pie frente al espejo de las escaleras me llamó la atención: alto, delgado, vestido de smoking, con el pelo fuerte y plateado. Nuestras miradas se cruzaron en el espejo y se volvió, sonriente, hacia mí.

–Siempre me ha gustado ver las cosas a través de un espejo, porque parecen las mismas, pero no lo son –bajó los pocos peldaños que nos separaban y me miró a los ojos–. Feliz año nuevo, Jara. Estás preciosa.

–¿Nos conocemos? –pregunté yo por decir algo, porque estaba segura de haberlo visto antes, pero no conseguía ponerle nombre. Se parecía a Álvaro en otros tiempos, pero evidentemente no era él, y no podía ser Javier porque acababa de morir.

–Yo a ti sí. Tú, al parecer, ya no te acuerdas.

Separé un momento mis ojos de los suyos y, a través del espejo, junto a la balaustrada del piso de arriba, vi a una mujer joven con un traje de noche negro y un largo collar de perlas mirándonos fijamente, en tensión.

–¿Te parece que ya eres lo bastante mayor como para bailar conmigo esta noche? –la pregunta me hizo volver de nuevo los ojos hacia él.

–¿Javier? ¿Javier Alcañiz?

Él asintió, sonriendo.

–Pero no es posible, me acaban de decir que el hermano de Álvaro ha muerto hace un par de meses.

–Sí, claro, nuestro hermano Jaime, el mayor, que era soltero. Por eso hemos venido a Elda esta Navidad. Álvaro y yo somos viudos los dos, nuestros hijos tienen sus planes; solíamos pasar los tres juntos las Nocheviejas, en casa de Jaime. –Se interrumpió un momento, como si acabara de caer en algo–. ¿Habías pensado que el muerto era yo?

–Claro. No sabía que fuérais tres hermanos.

–¿Y qué has sentido? ¿Qué has pensado al oir la noticia?

Sé que hay gente a la que una pregunta de esta clase le parecería totalmente improcedente, pero yo llevo muchos años tratando en lo posible de rodearme de personas que sean capaces de hablar serenamente de sus sentimientos y pensamientos, que tengan interés por conocer los de los demás, y el hecho de que Javier me preguntara me pareció una prueba de que era una persona como las que a mí me gustan, así que lo pensé unos segundos y respondí con toda sinceridad.

–¿Qué he sentido al oir la noticia? Pena. Mucha pena. Más de lo normal, considerando que no nos conocemos. Y ¿qué he pensado? –Aquí se me escapó una sonrisa–. Que ahora ya soy mayor y, sin embargo, ya nunca me sacarías a bailar.

–Como ves, querida Jara, eso tiene arreglo.

Me ofreció el brazo y, juntos, entramos en el salón que, de repente, me pareció más grande, más elegante, más alegre que nunca.

Echando una mirada por encima del hombro vi, en el espejo, que el fantasma me sonreía y se iba haciendo transparente hasta que desapareció, como desapareció todo lo demás cuando Javier me abrazó para bailar, bajo la mirada perpleja de su hermano Álvaro.

Eso es todo, Elenita. Hace ahora cinco meses y, aunque quizá no lo sepas porque tu madre no se lo ha tomado demasiado bien y probablemente no te habrá contado nada, estoy en Brasil con Javier. Él ocupó varios cargos diplomáticos en América del Sur y quería enseñarme muchas ciudades que conoce bien y en las que yo no he estado nunca.

Hemos hablado de matrimonio, pero no tenemos prisa.

Parece que el fantasma del Casino lo consiguió por fin, aunque se ha tomado su tiempo. De todas formas, Javier no es tan mayor como yo pensaba cuando lo conocí. Sólo tiene cinco años más que yo y aún no ha cumplido los ochenta.

 

Tengo que dejarlo, preciosa. Tenemos entradas para un espectáculo y Javier está a punto de subir a recogerme a la habitación del hotel donde te estoy escribiendo.

Vive feliz, Elena, agarra la vida con uñas y dientes. Nunca es tarde, querida nieta.

 

Un beso enorme de tu abuela

Jara

Rio de Janeiro, 27 de mayo de 2039

 

Sobre Elia Barceló

Elia Barceló (Elda, Alicante, 1957). Se la considera una de las escritoras más versátiles de la actualidad, con obras y premios en varios géneros. Ha publicado más de una treintena de novelas, tanto para público adulto como juvenil. Ha sido traducida a veinte lenguas.

Su última novela para jóvenes es El efecto Frankenstein (Premio Edebé 2019, Premio Kelvin 2020) y la última para adultos, La noche de plata (Roca editorial 2020).
Le ha sido concedido el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 2020.

#relato #EliaBarcelo #MagacinSolidario
Volver