“MI PRIMERA CASA EN ESPAÑA HA SIDO CÁRITAS”
Cáritas Madrid 27 de Septiembre de 2020Con motivo de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que celebramos hoy y que este año lleva por lema: “Como Jesucristo, obligados a huir”, queremos compartir con todos vosotros la experiencia de Rosalba y su familia. Una historia de superación de una familia que se vio en la necesidad de abandonar su país y buscar un futuro mejor en España.
Cáritas Madrid. 27 de septiembre de 2020.- Con motivo de la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que celebramos hoy y que este año lleva por lema: “Como Jesucristo, obligados a huir”, queremos compartir con todos vosotros la experiencia de Rosalba y su familia. Una historia de superación de una familia que se vio en la necesidad de abandonar su país y buscar un futuro mejor en España.
La vida de Rosalba y su familia, que vinieron a España desde Venezuela para buscar mejores oportunidades, se vino abajo cuando la pandemia del coronavirus les sorprendió en un país desconocido, sin ahorros y sin contactos. Gracias a la labor de los voluntarios y trabajadores de Cáritas Diocesana de Madrid, han conseguido la estabilidad que necesitaban para volver a ponerse en marcha. Esta es su historia.
Rosalba y su marido trabajaban en Venezuela, sus hijos (un chico de 23 años y una chica de 26) podían ir a la universidad en coche. Las cosas les iban bien. Pero la inseguridad impedía a los jóvenes llevar una vida normal. El miedo a que les atracaran, o a que los mataran para robarles el coche, les obligaba a no salir de casa a partir de las seis de la tarde. No podían ir a las fiestas de cumpleaños de sus amigos, ni a discotecas. Rosalba recuerda el miedo que sentía por ellos cuando tuvieron que cambiarse a una universidad pública.
“Cuando los ven con el carro, con la ropa, los zapatos… los ven que están a otro nivel. Y entonces empezaron la discriminación, las bromas, el hacerles seguimiento”, explica. “Y si estás en la calle tienes que estar viendo para todos lados, a ver si no hay un motorizado siguiéndote, que son los que te apuntan con una pistola y no te piden que te bajes, porque te disparan y te bajan de un tiro y así te roban el carro”, añade la mujer.
Así que cuando sus hijos le dijeron que estaban listos para marcharse ella les respondió: “De acuerdo, vámonos”.
RUMBO A ESPAÑA
Cuando llegaron no conocían a nadie. El hijo de Rosalba consiguió encontrar por redes sociales un estudio que se quedaba libre durante un mes y que ellos podían alquilar. El precio era alto, pero todos estaban ilusionados por empezar su nueva vida en España. Los problemas llegaron después.
Al volver los propietarios del estudio, Rosalba y su familia tuvieron que volver a empezar. Fueron gastando sus ahorros en hostales mientras los hijos buscaban trabajo, hasta que finalmente consiguieron alquilar dos habitaciones (a un precio desorbitado) en un piso de Madrid. Apenas tenían derecho a usar los baños, o la cocina, y siempre y cuando no los estuviera usando la propietaria.
Y entonces les pilló por sorpresa la pandemia.
EN LA CALLE
Los meses de confinamiento, al menos, pudieron pasarlos juntos, y la hija de Rosalba consiguió trabajo de repartidora. Pero con sus ahorros prácticamente agotados, la economía cerrada, y los ánimos un poco machacados tuvieron que enfrentarse a la peor noticia que les podrían haber dado: los echaban del piso y se vieron en la calle, sin dinero y sin contactos.
Como tenían pasaporte comunitario, Rosalba y sus hijos no tenían derecho a la protección que, como venezolano, sí le brindaron a su marido. Tuvieron que acudir al Samur. “Llegamos a La Latina, con todas las maletas a cuestas en el Metro, a las siete de la noche”, recuerda. Pero tuvieron que separarse, “Al llegar ahí nos dijeron que no había plaza para mi hijo”, dice Rosalba mientras se le entrecorta la voz.
Al final su hijo pudo quedarse unos días en casa de un conocido y Rosalba y su hija se quedaron en el Centro del Samur. Pero, incluso habiendo resuelto temporalmente el problema de dónde dormir, aún quedaba el problema de donde pasar el día.
Los centros del Samur no están pensados como centros de acogida permanente. Son recursos para pasar la noche, lo que significaba que Rosalba y sus hijos tenían que encontrar un sitio donde estar durante el resto del día.
Al principio vagaron por las calles, siguiendo pistas sobre lugares para almorzar, ofertas de trabajo… El chico encontró un empleo en una tienda de electrónica, y su hermana consiguió pasar de ser repartidora a trabajar en un supermercado. Ambos tenían turnos difíciles, y por la tarde solían quedarse dormidos en las mesas de un McDonald’s mientras Rosalba les vigilaba.
LLEGARON A CÁRITAS MADRID
Un día, la familia decidió entrar en una iglesia a rezar. Allí, conocieron a una religiosa que se interesó por ellos y les puso en contacto con la trabajadora social de Cáritas Vicaría VII y llegaron al Centro de Día para la Atención a Inmigrantes en la Parroquia Santa Elena que era justo lo que necesitan.
La suerte de la familia empezó a cambiar. La gente de Cáritas Diocesana estuvo pendiente de que ella y sus hijos tuvieran siempre dónde dormir, de que no los separasen, de que supieran en cada momento cuál era el paso que debían dar para volver a ponerse en marcha. “Cáritas funciona como un muelle”, dice Rosalba. “Llegas cuando estás abajo y, con su ayuda, vas subiendo otra vez”, explica.
EL FUTURO
El verdadero cambio, sin embargo, llegó cuando Cáritas Madrid consiguió que los tres pasaran a ocupar una vivienda social.
“Pasar de ver a mis hijos acostados en la hierba a verlos en una cama, de comer en el parque a hacerlo en una mesa… Eso es por lo que uno da gracias a Dios”, reconoce Rosalba.
El día que llegaron a su nueva casa, la mujer mandó un audio emocionada, al borde de las lágrimas, agradeciendo a los voluntarios y trabajadores de Cáritas que habían hecho posible que los tres pudieran disfrutar, por primera vez en meses, de hacerse la comida y descansar en un espacio propio.
Muy lejos de la vida de clase media que tenían en Venezuela, Rosalba y su familia empiezan poco a poco a salir adelante. Sus dos hijos tienen trabajo, su marido espera que le concedan el asilo político, y los cuatro pueden pasar el día en una vivienda social mientras ahorran lo suficiente como para volver a empezar. “Ellos han sido mi primera casa aquí”, dice Rosalba cuando se le pregunta por los voluntarios de la organización.