Los superhéroes existen

18 de Septiembre de 2023

Por María José Álvarez López

Lo vemos a lo lejos haciendo señas para mostrarnos la entrada; sorprende su expresión alborozada, como la de un familiar al que hace tiempo que no ves y está deseando abrazarte; pero, aunque no nos conocemos, su lenguaje corporal anticipa una cálida acogida. La de alguien que dice que no se hizo cura para vivir bien, que lleva más de años cuarenta años conviviendo, en el sentido literal de la palabra, con dos colectivos especialmente vulnerables y estigmatizados; con personas con problemas de adicciones más de veinte años y, actualmente, con emigrantes africanos. 

Jorge Dompablo es un cura especial. Criado en una familia de catorce hermanos en el Carabanchel de los años 70, vivió posteriormente en San Blas, trabajando con toxicómanos en una época durísima con la heroína haciendo estragos en Madrid.  

Hoy, treinta años después, en un terreno a cielo abierto delimitado por la carretera de Colmenar y las vías del tren, se encuentran dos pequeñas casas de una planta rodeadas de terrenos silvestres que albergan huerta, jardín, un cobertizo para herramientas, un futbolín, una cama elástica, un tendedero y un par de roulottes. En una de las casas vive una familia peruana de cinco miembros y cinco africanos, en la otra Jorge Dompablo junto a otros seis subsaharianos.

Nos enseña orgulloso las viviendas y sus instalaciones; en el cobertizo están Boni y Michael, dos de las personas que viven allí, escogiendo herramientas para eliminar rastrojos. El ruido incesante de coches y trenes se cuela en la conversación mientras recorremos el terreno entre plantas silvestres y arbustos. El padre Jorge nos señala las flores de ajos púrpuras con las que adorna un hogar multicultural luminoso y colorista en el que se respira vida familiar. En una habitación perfectamente ordenada nos habla de alguno de sus ocupantes: “Es de los más jovencillos, estudia mucho; ha hecho dos años de electricidad y ahora el grado medio de FP con notas de nueves y dieces. Está haciendo prácticas y pronto empezará a trabajar; quiere hacer el grado superior. Tiene 22 años y se está sacando el carné de conducir”.

Hablamos de la estigmatización del colectivo inmigrante, especialmente de los menores no acompañados; reconoce que algunas veces le reprochan su dedicación a estas personas e incluso le han negado recursos. Nos dice que “depende quien te lo recrimine te callas porque da igual. Con otras personas aprovecho para hablar del Evangelio, porque esto es Evangelio puro. La sociedad puede decir lo que quiera, pero es cuestión nuestra dar los medios a la gente. Gente que no puede estar tirada en la calle cuando el Evangelio habla de amor, de solidaridad, de acogida, de un Dios que nos abraza a todos”. Nos cuenta cómo llegó una de las personas a la casa tras cumplir condena de ocho años por asuntos de drogas; recuerda la llamada de la trabajadora social de la cárcel para decirle que en dos días lo dejaban en la calle sin familia ni recursos, diabético y necesitado de medicación diaria. Pero el padre Jorge no tenía sitio en casa, no podía acogerlo. A los dos días lo llamó el director de la cárcel muy preocupado porque lo habían puesto en libertad a las once y media de la mañana sin haber encontrado a nadie que pudiera ayudarlo; así que el padre Jorge no se lo pensó más y le cedió el sofá del salón. Reconoce que también ha buscado albergues para alguna persona a la que ha tenido que pedirle que se fuera, bien por su comportamiento, por vulnerar las reglas de convivencia o por traspasar límites, pero las puertas de su casa están abiertas día y noche y en más de un caso han vuelto a ella tras reconducir su comportamiento, añorando la vida en familia y el espacio de solidaridad que crean todos sus habitantes. “No hacemos milagros, los milagros no ocurren en un momento, la historia no se cambia así de golpe; es poco a poco, pasas por etapas, hay días duros. Quien ha pasado la vida en la calle hay veces que la calle lo llama y son días malos”.

 

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El padre Jorge habla de proyectos de otras asociaciones que acogen a sus beneficiarios temporalmente, de uno a tres años hasta conseguir el objetivo de tener papeles; pero él define su proyecto como definitivo: “Si en algún momento sale un piso y pueden irse, se van, pero siguen vinculados a nosotros. Quien quiere seguir aquí, esta es su casa; muchos no tienen ni patria ni raíces ni a nadie, y yo, que vengo de una familia de catorce hermanos, rodeado de gente desde que nací, el ver a una persona sola desarraigada del todo me parece terrible, así que esto lo hacemos para siempre y si alguno se quiere ir, se va”.

Nos explica que suelen llegar muy jóvenes y están mucho tiempo solos hasta conseguir los papeles que les permitan trabajar y formar una familia. La charla del padre Jorge está llena de detalles espeluznantes que ponen cara y ojos a personas desesperadas a las que acoge en este rincón del norte madrileño desde hace 26 años. Cuando llegan, piensan que van a trabajar enseguida, que van a poder ayudar a sus familias, pero si consiguen llegar, se encuentran solos y en la calle. “Si no tenemos espacio en casa y no se va a ir nadie, tienes que buscarles otro sitio, o a veces empujar a los que ya están listos para irse. El último hace un mes. Si no, los acogemos temporalmente en el sofá porque yo nunca he querido que esto fuera un almacén de personas”. La realidad es que no hay suficientes plazas de acogida y es tan difícil encontrarles sitio que cuando tienen un refugio temporal en el sofá de la casa del padre Jorge, les cuesta irse. En la casa no hay normas escritas, se reparten las tareas voluntariamente, cualquiera se pone a hacer la comida o a limpiar y, según nos dice Michael, nadie se escaquea; aunque el padre Jorge matiza que sí, que a veces alguno se escaquea como en todas las familias, pero en estos años de convivencia familiar solo recuerda tres ocasiones en las que la comida no estuviera preparada. 

Jorge Dompablo acaba de pedir la jubilación civil, como la llama él, pero va a seguir al pie del cañón. “Mientras pueda ayudar, seguiré aquí, yo no quiero que ellos me cuiden, cuando yo ya no me valga me retiraré a una residencia, no quiero ser una carga para ellos”. 

No puede volar ni tiene visión de rayos X y no es capaz de doblar el acero con las manos. Sin embargo, posee los dos superpoderes más grandiosos que existen: el amor y la caridad. Se decía en los cómics de Spiderman que todo gran poder conlleva una gran responsabilidad; Jorge Dompablo asumió la responsabilidad de llevar luz, esperanza y futuro a gente desesperada. Una carga que soporta con alegría un hombre extraordinario desde hace más de cuarenta años. Un auténtico superhéroe de la vida real.

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