La jugada maestra de Dios

15 de Abril de 2024

Por José Luis Segovia

Vivimos tiempos casi apocalípticos. Se habla de ambiente mundial prebélico. El cine recrea las bombas nucleares y las catástrofes planetarias. El cambio climático nos sorprende. Los flujos migratorios y los bombardeos inmisericordes sobre Gaza no cesan. Putin y Zelenski, el equilibrio geoestratégico al garete, potencias emergentes, tiranías de uno y otro signo, el terrorismo internacional… las democracias liberales en crisis, la hambruna, a los jóvenes no les queda sitio para ser adultos, se disparan las patologías, las depresiones, los suicidios… Incertidumbre, crisis de identidad y de sentido. El mundo está, definitivamente, muy enfermito.

Y en medio de la que está cayendo, los cristianos nos reunimos y escuchamos: “Aquel a quien vosotros colgasteis de un madero, Dios lo ha resucitado de entre los muertos”. Dios se reservó una última carta. La jugada maestra de Dios consiste en resucitar a Jesús y abrirnos el camino hacia la vida plena. Y, misteriosamente, en los lugares más insólitos del planeta, vuelve a celebrarse que el mal, el pecado y la muerte no tienen la última palabra.

Y, entonces, se entiende que unos pocos cristianos perseguidos, en una casa particular de cualquier parte del mundo, se emocionen hasta las lágrimas celebrando en modo catacumba la Vigilia Pascual. Otros pobres desgraciados, a punto de ser deportados, pidan lavar los pies al sacerdote que los acompaña en el CIE, o en otro espacio un montón de sillas de ruedas empiecen a moverse y dar palmas para cantar con voces quebradas que “esta es la noche de la luz, aleluya”.

La jugada maestra de Dios culmina la “historia más bella jamás contada”. La que se inició con el Dios humanado en la encarnación. La que se consumó pasando por el mundo haciendo el bien, multiplicando palabras de consuelo y gestos sanantes. La historia del “tal Jesús” que, de parte de Dios, murió porque morimos y, sobre todo, porque, tristemente, asesinamos. Esa historia del justo inocente que “se hizo pecado” (2Cor 5,21)y se puso a la cola de los pecadores, aunque, paradójicamente, precisamente por ser plenamente humano, no hizo mal alguno.

La resurrección es la reivindicación de Dios de que merece la pena desarrollar una vida buena, que la práctica de la virtud y de la coherencia, aunque sea a costa de perder, cimentan la existencia. Además, la resurrección es la última jugada de Dios para que los perdedores, los vencidos y los humillados no vean que el fracaso y la muerte tienen la última palabra. La vida de cada ser humano le merece tanto la pena a Dios, en cada una de sus imponentes singularidades, que no permite que se pierda ninguna para siempre. Con certeza, la suerte del verdugo no prevalecerá sobre la víctima

Definitivamente, la resurrección no es un consuelo ñoño para personas inmaduras. Tampoco es un parachoques para el dolor o una analgesia infantil frente a la frustración.  No es un paraguas protector, ni una suerte de habilidad social o fórmula de autoayuda para sortear el sinsentido. La resurrección no nos “soluciona” las dificultades, ni nos impide equivocarnos, ni diluye nuestras contradicciones, ni difumina nuestra flaquezas. Tampoco aclara nuestras vacilaciones, ni maquilla nada de lo miserable que nos acompaña.

Sin embargo, la jugada maestra de Dios nos hace sentir dos cosas que nos dejan maravillados: ¡Los seres humanos tenemos remedio! Y ¡le merecemos absolutamente la pena a Dios! Por ello, aunque seamos ciudadanos cosmopolitas de la tierra, tenemos pasaporte de cielo y visado para la eternidad. Por eso, nos empeñamos en hacer cachitos de cielo en medio de los infiernos de la tierra. Por eso, ahora, por ejemplo, anhelamos la regularización de los emigrantes.

El resucitado se hace el encontradizo de manera siempre velada en nuestra vida cotidiana. Él es nuestro mejor abogado defensor. El resucitado descendió al infierno para anunciar que de allí se puede salir. Por más terribles que hayan sido los sufrimientos, los abusos, o las violencias padecidas, es posible un camino de salvación/sanación. “Sus cicatrices nos curaron”.

La resurrección es la jugada maestra de Dios que no deja nada por redimir, ninguna dolencia sin sanar, ninguna herida sin cauterizar, nada sin acoger… En el complejo puzle que es la vida, solo la resurrección acaba por recolocar misteriosa y secretamente todas las piezas en su sitio. No sobra ni falta ninguna. En el camino, a la intemperie, incluso no acertando a la primera identificación el rostro cambiante del resucitado, se hace posible lo imposible.

Finalmente, el Resucitado nos recuerda que Dios no salva fuera de la historia. Una vez más, la vía de la caridad es la ruta más corta entre Dios y el ser humano, el atajo más seguro entre la persona creyente y la no creyente, el camino que puede seguirse en silencio dejando que hable la caridad.

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