Homilía de monseñor Carlos Osoro en la Apertura de la Puerta de la Misericordia

Cáritas Madrid 12 de Diciembre de 2015

Homilía de monseñor Osoro en la apertura de la Puerta de la Misericordia 

Cáritas Madrid. 12 de diciembre de 2015.- Una vez inaugurado el Año Jubilar de la Misericordia el pasado día 8 de diciembre en Roma por el Papa Francisco, en todas las catedrales de las Iglesias Particulares del mundo, en este III Domingo de Adviento, hemos abierto la Puerta Santa, que nos expresa visiblemente cómo se abre, para todos nosotros y para la humanidad entera, la puerta de la misericordia de Dios. Es una gracia inmensa para todos nosotros atravesar esta puerta, que representa a Cristo. Os invito a todos a atravesar esta puerta, a deteneros en ella unos momentos, y sentir en lo más profundo del corazón cómo, entrando por Cristo, en Cristo y con Cristo, estamos dispuestos a vivir con todas las consecuencias el paso por esta puerta de Verdad, de Vida, de Amor, de Misericordia; que no es más que mostrar con nuestra vida que, lo que Cristo nos da, lo repartimos a quienes nos encontremos en el camino de nuestra vida. Cristo te acoge. Te regala su amor. Te acoge.


Cuando paséis la Puerta, que es Cristo, tomad conciencia del regalo que nos hace. Entramos por ella para obtener misericordia y perdón. «Yo soy la puerta –dice el Señor–: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos» (Jn 10, 9). Jesús tiene un rostro y con él, nos da su mensaje, que no es otro que la misericordia. Es el mensaje más fuerte del Señor. Cristo con su misericordia nos abraza y nos da la gracia de poder confiarle a Él nuestra vida. ¿Cuál es ese mensaje que nos dice? Este: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores». Quizá tengáis la tentación de decir: «¡Ay, señor arzobispo, si usted conociera mi vida!». No importa, entra por Él, confía en la misericordia de Dios. Dile a Jesús lo que tienes, ya que te pesa y te ata quitándote la esperanza, la libertad y la alegría. El Señor te abraza, te besa, te dice «tampoco yo te condeno, anda en adelante no peques más». Es verdad que no es fácil. No es fácil hacerlo, pues supone entrar en un abismo incomprensible. La omnipotencia de Dios se manifiesta en la misericordia, que es paciente y es eterna. No estamos acostumbrados a esto, a que se nos ame de esa manera; tampoco nosotros los hacemos con los demás. No estamos acostumbrados a escuchar lo que Jesús dijo desde la Cruz: «Perdónales, porque no saben lo que hacen». Y sin embargo, hemos de hacerlo. Escuchar estas palabras trae salud al mundo, a la historia de los hombres.


Os invito a que contempléis en Jesús el rostro de Dios tal y como Él nos lo manifiesta en las parábolas de la misericordia. Recuerda cómo en la parábola de la oveja perdida, deja todo para ir a buscarla. Recuerda la parábola de la moneda extraviada. No importa que tenga más monedas. Limpia todo hasta encontrarla. Ten la audacia del hijo pródigo, que entrando en sí mismo, volvió a entrar por la puerta y experimentó no solamente el abrazo y el perdón de su padre, sino la alegría de su padre, porque su hijo estaba muerto y había vuelto a la vida. Aquella alegría del padre, se convirtió en fiesta real para su hijo y para todos los que vivían en la casa. Recuperemos con la misericordia la alegría, la serenidad, la paz, el gozo, la libertad, la capacidad de entrega, la palabra y el contenido de la palabra perdón.


Que se haga verdad en nuestra vida la oración con la que hemos iniciado la apertura del Año Jubilar de la Misericordia: «Oh Dios, origen de la verdadera libertad, que quieres que todos los hombres constituyan un solo pueblo libre de toda esclavitud, y que nos concedes este tiempo jubilar de gracia y de bendición, concédenos, te rogamos, que al ver acrecentar su libertad, tu Iglesia aparezca ante el mundo como sacramento universal de salvación, y manifieste y realice ante los hombres el misterio de tu amor». Después de haber escuchado la Palabra de Dios de este III Domingo de Adviento, os propongo tres realidades para que se haga verdad este acrecentamiento de la libertad, y se manifieste y realice el misterio de su amor. Y para vivir así este Año Jubilar de la Misericordia, cuyo lema es «misericordiosos como el Padre»:


1. Acoger la misericordia de Dios (Sof 3, 14-18a): El Señor está en medio de ti y te ama. Como nos decía la profecía de Sofonías: «regocíjate, alégrate, gózate en tu corazón, han cancelado tu condena, han expulsado a tus enemigos»; «no temas: el Señor está en medio de ti», acoge su misericordia que es la «viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia» y, por ello, toda acción pastoral de la misma. La Iglesia tiene que estar revestida de la ternura de Dios para dirigirse a los creyentes y para mostrar a todos en el anuncio y el testimonio, el rostro de Dios que atrae y encanta a los hombres. La voluntad de Dios para todos los hombres es acoger su misericordia: ser misericordioso y no condenar a nadie, tener un corazón misericordioso, porque Él es misericordioso. Dios es el único que entiende nuestras miserias humanas, nuestros retos y nuestros pecados y nos pide que entendamos así a los demás, que hagamos como el buen samaritano que imita la misericordia de Dios. Lo que Dios quiere es que lo acojamos, para así nosotros imitar su acogida, que perdonemos y nos amemos para parecernos cada día más a Él, que es comunión y amor. ¡Con qué claridad nos habla Jesús! «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Somos cristianos si permitimos que Dios nos revista de su bondad y de su misericordia, que nos revistamos de Cristo. Tengamos la misericordia de Dios. Los rígidos tienen doble vida. El Señor los llamó hipócritas. ¿No seremos capaces de decir las palabras más bellas del Evangelio? «–¿Ninguno te ha condenado? –No, ninguno Señor. –Tampoco yo te condeno». No te condeno es una expresión que está llena de misericordia.


2. Cultivar la misericordia (Fil 4, 4-7): El Señor está en medio de ti y te hace vivir en la alegría. «Estad siempre alegres». ¡Qué palabras más bellas! ¡Qué hondura dan al corazón humano! El Señor está cerca, nada te preocupe, en todo momento, en la oración, en la súplica, en la acción de gracias, todo presentado a Dios, tendrás paz porque la misericordia sobrepasa el juicio y custodiará tu corazón y tus pensamientos.


Cultiva la misericordia como el apóstol santo Tomás, que al tocar las heridas del Señor Resucitado, manifestó sus propias heridas, con sus lágrimas y humillación. Toca al Señor, descubre cómo te quiso, lo hizo todo por ti. Misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Es la vía que une a Dios y al hombre, abre el corazón a la esperanza de ser amados siempre, hasta el límite de nuestro pecado. Para ser capaces de alcanzar misericordia, escuchemos la Palabra de Dios, recuperemos el valor del silencio; dejemos que el Señor nos mire y nos diga: «¡Sígueme!». Cultivemos la misericordia, respondiendo: «¡Sí, voy contigo!». Dejémonos mirar por la misericordia de Jesús y hagamos fiesta pidiéndole perdón y sentándonos a su mesa.


3. Anunciar la misericordia (Lc 3, 10-18): El Señor en medio de ti, te da su vida para que la manifiestes y reveles con obras. ¿Entonces qué hacemos? Maestro, ¿qué hacemos nosotros? ¿Qué hacemos? Viste y da de comer, haz justicia y no exijas más de lo que te corresponde, trabaja con la fuerza de la misericordia y del amor. La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, que es el corazón del Evangelio, y debe alcanzar la mente y el corazón. Salgamos de la mediocridad y hagamos salir a todos los hombres de ella. Comunicar el amor misericordioso de Dios es nuestra misión. De tal manera, que os diría, que la nueva evangelización es tomar conciencia del amor misericordioso del Padre para convertirnos también nosotros en instrumentos de salvación para nuestros hermanos. Digamos a todos los que nos encontremos por los caminos que Dios ama al hombre tal como es, con sus limitaciones y sus errores, con nuestros pecados. Y carga con ellos para liberarnos a nosotros de los mismos. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo, que llega hasta el perdón y el don de sí. Tener un corazón misericordioso no es tener un corazón débil, sino todo lo contrario: fuerte, firme, cerrado al tentador, abierto a Dios. El amor misericordioso contagia, apasiona, arriesga, impregna y compromete. No tengamos miedo de llevar a Cristo a todas las periferias, también a las más lejanas e indiferentes.


Os propongo, hermanos, para este Año Jubilar estas tareas: acoger, cultivar y anunciar la misericordia de Dios. Y para ello, vivid y promoved las obras de misericordia corporales y espirituales, que tan bellamente se nos describen en el Catecismo de la Iglesia Católica. Aquí en este altar, se hace presente la misericordia que es Cristo. Y nos regala su misericordia. Lo habéis comprobado. Él nos ha recibido en su casa, y se encuentra con nosotros. Si estamos heridos, ¿nos ha reprochado algo? No, nos reprocha, nos lleva a sus hombros y nos cura o busca quien nos cure, haciéndose cargo él de todo. A esto se llama misericordia. Para tenerla en más abundancia, celebra el sacramento de la Penitencia por la que Dios perdona no con un decreto sino con ternura, acariciando tus heridas. Y recibe las indulgencias de este Año Jubilar de la Misericordia: por el sacramento de la Penitencia quedan perdonados tus pecados. Pero hay una huella negativa que deja el pecado en nuestros comportamientos y pensamientos, que permanece. Pero la misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto y se transforma en indulgencia del Padre que, a través de la Esposa de Cristo, alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, y lo habilita a obrar con caridad y a crecer en el amor. Cambiemos el corazón de los hombres y este mundo con la misericordia, que la experimentamos en nuestra propia carne cuando celebramos el sacramento de la Penitencia, que nos impele a vivir y rodear a los demás de esa misma misericordia. Amén.


 Fuente: Archimadrid.org 

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