El momento de decir «sí que merece la pena»

8 de Mayo de 2023

Por Blanca Daimiel, voluntaria en la Acogida de Cáritas Vicaría V

Vuelven a ser las cinco de la mañana, me despierto preguntándome si merece la pena madrugar tanto. Otro día de rutina, prepara la mochila, el uniforme y sal corriendo porque ya son las seis y, si no te das prisa, no coges el bus.

Llega el bus al final del trayecto y… ¡otra vez a correr para coger el metro! Y todos sabemos que la pérdida de un tren significa ir sentada o no. En el vagón repaso el día que me queda por delante y suspiro, otro día en el que no llego a casa antes de las diez de la noche. Miro las caras a mi alrededor en el vagón, caras de sueño y cansancio iguales a la mía. Todas diferentes, pero con algo en común, todos abstraídos en sí mismos, incluida yo. Todas las caras ajenas a lo que le pueda pasar al que tenemos al lado.

Suspiro de nuevo y me vuelvo a preguntar, casi afirmando, que no, si es que no merece la pena. Automáticamente recuerdo lo que una compañera me dijo el año pasado en prácticas: «¿Aún no te arrepientes de querer ser enfermera?». Y, en días como hoy, me dan ganas de decir que sí, total, está mal pagado, muchas horas…

Y con estos pensamientos llego a la unidad. Ayer era la UCI de neonatos, y recuerdo las ganas de vivir de las pequeñas gemelas que, pese a estar tan malitas, lloraban porque tenían hambre, porque querían estar en el regazo de mamá y se abrazaban a su peluche como si fuese su salvación. Esas pequeñas no entendían el concepto de no puedo o el de estoy malito. Sólo querían vivir. Y se me vienen a la cabeza las palabras de Jesús, «Dejad que los niños vengan a mí». ¡Pero qué listo que era Jesús!, los peques están llenos de vida y luchan con uñas y dientes por vivir.

Y hoy, hoy cambio de tuerca, hoy me toca la UCI de adultos, y abro la puerta y me encuentro con mi Pepe, un abuelo que está muy malito y lo que más echa de menos es su paseo con su mujer y su cerveza de las doce. Y giro la cabeza y veo a mi Pepa, campeona donde las haya, intubada, que le duele todo el cuerpo, pero que no se rinde. Y me vuelven a la cabeza otras palabras de Jesús: «Lo que le hacéis a estos, me lo hacéis a mí». Y mi perspectiva cambia, sonrío, me emociono, porque sí que merece la pena madrugar, trabajar duro, ayudar a los demás. Porque en ellos está Cristo, en mis pequeñas gemelas, en mi Pepe y en mi Pepa, y en todas las personas enfermas y necesitadas. Son el motor que me mueve y me reafirma en que sí que merece la pena.

Son mi luz, los que me recargan para ser mejor en todos los ámbitos de mi vida. Son fragilidad y fuerza al mismo tiempo. Son la luz que nos falta al resto. Y, aunque a veces no lo sepamos, nosotros seguro que somos la luz para otros.

Es entonces el momento de decir, sí, sí que merece la pena.

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