Donde habita lo invisible. Donde habita el sinhogarismo
Maria Angeles Altozano 25 de Octubre de 2024En Madrid ya hace frío a estas horas, del calor de las noches de verano solo nos queda el recuerdo. La luna que ha salido esta noche tiene dos caras. La que vemos y la oculta. Las ciudades también tienen dos caras, la de las familias que terminan de cenar a estas horas y se irán a dormir —plácidamente o con más o menos preocupaciones—, y la de las personas que buscarán un puente, un banco, un rincón en una estación para pasar la noche.
LA REALIDAD QUE NOS ORBITA
No te sorprendas. El sinhogarismo habita cerca de ti. Si volviste de tus vacaciones en un avión, un tren o un autobús, te has cruzado con ellas. Cientos de personas se resguardan del frío, y sobre todo de la indiferencia, y duermen al respaldo de un árbol o en la sala de espera de un aeropuerto.
La T2 de Barajas es el ‘hogar’ de decenas de personas en Madrid. A ciertas horas de la noche, ahí, hay guardas de seguridad que hacen la vista gorda y les dejan estirar las piernas tumbados en el suelo. Las mujeres —siempre de dos en dos— duermen cerca de los baños «porque es un lugar más seguro». Cuesta imaginarlo. Pero cuesta más verlo cuando asistimos impacientes a la llegada de nuestro equipaje o a que nos sirvan un café, y el mundo alrededor se desvanece. El parque que está enfrente de tu casa también es el ‘hogar’ de quienes no tienen un hogar. O ese coche en la explanada. O la esquina del supermercado donde Erika te da a la entrada los buenos días y las buenas tardes con la esperanza de que, si un día la ves, tengas el detalle de sonreírle o dejar una moneda en su vaso.
A nuestro alrededor habitan, y orbitan como planetas olvidados, realidades invisibles a los ojos y, tristemente, al corazón, como la del sinhogarismo. El sinhogarismo es otra cara de la desigualdad, del abandono, del olvido, de la enfermedad o del desamor.
¿QUIÉNES SON Y QUÉ CAMINO HAN RECORRIDO?
Cuando la mirada inocente de nuestros hijos nos confronta con ese mundo que hemos invisibilizado, da pudor. «Mamá, ¿qué hace ese señor durmiendo ahí en el suelo?», mientras señalan descaradamente con el dedo. Y nos da vergüenza contestar y nos da más vergüenza haber hecho como que no lo vemos.
Esta noche recorremos las calles de Madrid para conocer las trayectorias de algunas personas sin hogar. Para verlas. Hoy, como dice el lema de la próxima campaña de Personas sin Hogar, ‘Caminaremos juntos’ por el lado invisible, aunque solo sea un rato.
Una de las personas con las que nos hemos cruzado, ya entrada la noche, nos enseñaba con orgullo su certificado de empadronamiento en la T4 del aeropuerto Adolfo Suarez-Madrid Barajas. Ahí dice que vive Juan. Ese papel al menos le permitirá ser alguien para la Administración y acceder a alguna ayuda. Este papel justifica su derecho a acudir a un centro a lavar su ropa, a desayunar, a tener una cita con los Servicios Sociales. «Derecho a ser persona, si no, no eres nadie», se lamenta Juan. Ese papel son las botas de Juan para ponerse en marcha, decidido y entusiasta afirma que «sin libertad no puedo vivir».
Hay quienes llegan con equipaje desde muy lejos y logran salir del aeropuerto y encontrar un apartamento. Es el caso de Luisa, que se aloja junto a sus dos hijos en uno de los residenciales de Cáritas Madrid. Ellos tienen techo, pero no tienen hogar. Necesita un permiso para poder trabajar y alquilar por su cuenta una habitación. Ese trayecto se le hace aún más pesado y largo que los siete mil kilómetros que la separan de su familia. En esa travesía, la mochila de Luisa va cargada de recuerdos y decepciones, «mi hogar ha quedado lejos, soy la hija de la nada».
También Rafael habita en el lado invisible. Nos desplazamos al norte de Madrid. Ahí encontramos, entre bloques de pisos y chalés, una casa grande con jardín, donde huele a romero, y donde doce personas mayores de 55 años, como Rafael, conviven apaciblemente. Es el Hogar Isaías. Rafa trabajó durante toda su vida. Cuando la especulación acabó engullendo el edificio de oficinas donde trabajaba en una céntrica calle de Madrid, él acabó en la calle. La nostalgia y la soledad le hicieron daño. Ahora, en el Hogar trata de establecer nuevos lazos y redes de apoyo, «es lo que me queda», dice, porque intentar trabajar y «volver a estar en el mundo cumplidos los 60 no es fácil». Hay piedras, como las de los prejuicios por la edad o el origen, que dificultan el camino, o la de la indiferencia porque, como dice Rafael, «no es que te miren mal, es que no te ven».
Sandra es otra protagonista ‘invisible’. Enamorada y embarazada acabó durmiendo en un parque cuando a su pareja se le acabó el amor y a ella, los ahorros. Por suerte, entre tanto tropiezo tropezó con una amiga que le habló del Hogar Santa Bárbara para madres solas. Ahí convive junto a otras mamás acompañadas por unas religiosas «que son nuestros ángeles de la guarda». Llegó con seis meses de embarazo y podrá estar otros seis meses más ahora que ha nacido Claudia. Sigue sin tener un hogar, pero al menos la tierna mirada de Claudia la ha hecho visible. Su hija es para Sandra un bastón con el que avanzar y tomar impulso, «esta es una oportunidad para hacer las cosas de manera distinta».
EL ROSTRO INVISIBLE DE LAS ESTADÍSTICAS
El lado más visible del sinhogarismo son los datos y estadísticas. En Madrid, hay 2500 personas sin hogar, de las cuales el 35 % está en situación de calle, es decir, no cuentan con albergue o residencia temporal. Son más hombres que mujeres, y la mitad son extranjeros. Si atendemos a la edad, es significativo cómo se ha reducido la edad de quienes terminan perdiendo su hogar: el 30 % son menores de 30 años.
Lejos de los estereotipos que aún perduran en el imaginario colectivo, no hablamos en la mayoría de los casos de personas con problemas de adicciones, sino de personas con estudios que algún día tuvieron un trabajo y una familia y que lo han acabado perdiendo todo.
No perdamos de vista que, aunque invisible a los ojos de muchas personas, el sinhogarismo es un problema social en aumento. En los últimos 10 años, ha crecido un 24 %.
El lado que no vemos —o no queremos ver— está junto a los caminos de Juan, Rafael, Sandra, Erika… Caminos que se han desdibujado entre las alborotadas calles madrileñas. Nos hablan de falta de recursos, de oportunidades y de esperanza, pero nos hablan también de falta de amor. Y me ha venido a la memoria otra de las historias. La de Carlos, él decía que las personas sin hogar eran ‘los desamados’. Carlos se vio en un albergue por falta de amor. Le faltó amor propio para superar la pérdida de su trabajo y la separación de su mujer. Le faltó la ternura de los transeúntes mientras deambulaba por las calles. Y murió sin el cariño de su familia, que solo acudió al albergue donde se hospedaba para decir que no podían hacer frente a los gastos del entierro. Murió mientras le consumía una enfermedad más grave que el propio cáncer, el ‘desamor’.
Ya es tarde. Tenemos que volver a nuestros hogares. Nos da la mano Abdul, que nos agradece este rato de charla y el café que hemos compartido. Y miro su muñeca, lleva una pulsera de cuero con letras impresas, pone ‘Amor’. Y parece paradójico que, entre tanta desilusión y desaires, cuando hay tantas carencias materiales, ese sea el mensaje, eso es lo que nos piden. Al fin y al cabo, de eso se trata, de pedir y dar Amor, o al menos de ser capaces de mirar con amor.